31 de enero de 2014

Desahogarme, y ya.

Lo que puede llegar a cambiar un día y su correspondiente estado de ánimo en menos de 24 horas es totalmente surrealista.
He pasado de estar pletórica, con ganas de correr más rápido que el tiempo y llegar a esa ansiosa libertad que tendré dentro de unos días -los cuales se me harán eternos- a una desdicha y un asco impresionante.
Me enerva, y mucho, que siga habiendo ese comportamiento infantiloide en algunas personas. "Oh, que si no haces X me voy a chivar", "Si voy a tener que esperar, no voy" o frases de ese estilo, me minan mucho la moral. ¿De qué sirve el rencor? ¿Tan adictivo, placentero y aliviador es que hacéis que vuestra cabeza -y vuestro cuerpo- almacene tantos sentimientos malignos hacia alguien? ¿Tan difícil es plantarle cara a los contratiempos que se te presenten? ¿Por qué huir? ¿Por qué evitar?
Muchas veces pienso que las personas suelen plantearse estas preguntas. Que guardar maldad al final no te deja vivir y evitar cualquier situación que pueda alterar ese estado de bienestar que te has creado no arregla tus problemas, al contrario, los agrava. Y bueno, yo misma respondo a esa pregunta. Lo lógico (aunque quede muy socrático) es que si eres consciente de ésto, te lo has planteado e interiorizado, no caigas en el error de llevar a cabo ni dichos actos, ni digas esas palabras.
Con esto no intento nada en concreto. Sólo desahogarme y ya está. Porque estos pequeños comentarios me suelen llegar a menudo (más de lo que me gustaría) y no sé qué hacer con tanta estupidez e inconsciencia junta.
Ahora solo os tengo a vosotros, queridos lectores.

30 de enero de 2014

Indignaciones varias.

Tengo la imperiosa necesidad de escribir esta vorágine de oscuros pensamientos que se están enzarzando en mi pequeña cabecita y no me dejan seguir con mi pacífica vida.
Para que sepáis de que va mi indignación, hablaré de estos temas principalmente: la nota académica como una buena no-manera de evaluar y el estúpido convencionalismo social por antonomasia: los regalos (no solo entre parejas).

Una de las cosas que me repatea es escuchar en la Universidad (que ya se da por hecho que no vas a aparentar, a pasar el rato o a ligar) la frase: "Eh, que he sacado más nota que tú" o ya no solo porque una persona en concreto te lo diga, sino que todo el mundo esté pendiente de las notas de los demás, como si eso fuese a influir o ayudar a sentirte mejor contigo mismo. Me parece estúpido.

Es cierto que es algo que está muy a la orden del día. Siempre, desde bien pequeñitos, hemos estado presionados a sacar la máxima nota posible. Y dentro de unos límites lo veo razonable, no os penséis que no. Pero llega un momento en que la línea se sobrepasa y más que motivar al niño en cuestión, lo que estás haciendo es que memorice como un papagayo, sin importar si realmente entiende lo que está leyendo. Y es ahí donde se origina uno de los problemas más comunes actualmente. El no saber adaptarse a cualquier pregunta, ejercicio, cuestión (¡qué más da!) que les presenten porque si se sale del temario estrictamente estipulado están perdidos.

Quizás (y solo quizás) puedo llegar a entenderlo en Primaria, en la ESO o incluso en Bachiller debido a que se les enseña a los alumnos de forma muy básica los conceptos y los conocimientos clave que, mucho después, les servirán como pilar para aquello que vayan a estudiar. Sin embargo, la Universidad es diferente. Es un cambio, sí. No solo a nivel de exigencias (en realidad excepto los trabajos grupales y las clases de teoría no te obligan a absolutamente nada) sino en cuanto a libertad (como he comentado antes) y en cuanto a las asignaturas. Siempre va a haber asignaturas que pienses que no sirven para nada. Y lo veo lógico. Incluso yo he llegado a pensarlo. Pero cuando te paras a reflexionar en para qué sirve todo lo que estás viendo, lo que te están ofreciendo, entiendes que lo que intentan hacer (por lo menos en Psicología) es abarcar todas las corrientes, conocimientos, áreas y estudios posibles. Para que, llegado el momento, elijas por dónde tirar sin olvidar el que te sepas (aún así) defender ante cualquier situación que se te presente. He ahí el quid de la cuestión. Se abarca tanto porque encasillar a una carrera en unas determinadas asignaturas es un error. Limitar el conocimiento, en sí, ya es un error por lo que, hacerlo con una carrera también lo es. Todo vale. ¿Qué manera de aprender es esa en la que te limitas, te pones un tope? ¿Qué tipo de personas son aquellas que memorizan y vomitan, sin sacar ninguna conclusión de aquello que se han "estudiado" y sin leer ni buscar información aparte? ¿Se piensan que solo con el temario dado en clase es más que suficiente para ser un buen psicólogo?
Mi opinión al respecto es que no, obviamente. La memoria es muy puta. Más de la mitad de los conocimientos que aprendáis (y aprenda -me incluyo-) a lo largo de este año se esfumarán, tan rápido como vinieron. ¿Qué queda entonces? Dependerá de la cantidad de información que hayas interiorizado, que hayas reflexionado, que te hayas cuestionado. Y, sobre todo, aquellos apuntes, vídeos, artículos, libros que hayas sido capaz de recopilar, apuntar o visionar. Es esa la manera más eficaz de aprender. No como llevan haciendo desde que somos pequeños. No quiero que me malinterpretéis. Es necesario que haya una parte teórica siempre, por supuesto. El problema no es qué sino cómo. El cómo nos lo enseñan, el cómo lo evalúan. Ahí radica el problema. Que ni el sistema educativo actual es eficaz y eficiente (ni creo que lo sea nunca si seguimos con esta estructura: profesor con función de cura que enseña a sus hermanos la palabra del Señor) ni la forma de evaluarlo tampoco. Tal vez, en cuanto a la forma de evaluarlo, no quedaba otra. Es decir, que es una forma bastante objetiva y sencilla de cualificar los conocimientos de alguien, pero NO es suficiente. Para nada. Más que nada por el factor sorpresa, por la incertidumbre de qué es en sí la vida porque nunca sabes qué va a pasar.

La profesionalidad de un buen psicólogo (y ya no solo éstos, sino cualquier persona que ocupe un puesto de trabajo en una determinada área) dependerá de la capacidad de resolución de problemas. En la forma más beneficiosa y rápida para el paciente, etc. ¡Yo no me pondría en manos de alguien que tiene que mirar un manual constantemente para saber qué me ocurre! Porque ese es el problema, que delegamos nuestra vida (y salud) en ellos. Dependemos de su diagnóstico y de su tratamiento. Ponemos nuestra vida a su merced porque damos por hecho que van a hacer (dentro de lo que cabe) su trabajo lo más objetivo y eficaz posible.

Por esta, y muchas razones más, veo inútil que una persona se crea superior a otra por el hecho de haber sacado más nota en un examen. ¿El examen te dice lo capacitado que estás, la preparación que llevas para abordar todo tipo de situaciones que se te den, lo buen psicólogo que eres? Me temo que no. Y por desgracia, con dieciocho, diecinueve años (¡o más!) todavía siguen habiendo personas así. Personas que se creerán que unas buenas calificaciones denotan que es un buen profesional (¡o incluso que es más inteligente!) y no. Y os parecerá una tontería pero, delegaréis vuestra salud mental a estos profesionales. Algo bastante importante, creo yo.


Por otra parte, (que ya era hora) venía hablar del convencionalismo social que más hastío (por no decir asco) me está dando actualmente y son los regalos.
Su función (y se va haciendo más plausible conforme vas creciendo) es que te sea útil. Ni más ni menos. ¿Para qué quieres algo que no te piensas poner por el hecho de no gustarte o no necesitarlo? ¿Para qué quieres ir con prisas a la tienda más cercana a buscar algo (que puede llegar a gustarle) obligatoriamente por ser el cumpleaños, aniversario (en términos de pareja) o cualquier otra festividad (absurda)?
No abogo por el anti-consumismo. Estoy de acuerdo. Las campañas están para la compra abusiva (y a veces hasta irracional) de objetos o prendas y beneficia tanto a los vendedores como a sus empresas correspondientes. Pero, qué más da la fecha. La magia de regalar reside en el factor sorpresa, en ver algo que te recuerda a una persona y comprárselo porque sepas que le va a gustar; algo que sepas que va a utilizar. ¿Para qué comprar algo que va a tener apartado, escondido en un armario o incluso (en algunos casos) tirado en la basura de su casa? ¿Qué necesidad hay? ¿Cuántos más regalos haya, más te querrá la otra persona? Me temo, querido lectores, que no.

No sé si os pasa a vosotros, pero el hecho de que te regalen te mete en un compromiso. Es algo que debes hacer tú también por respeto a la otra persona. Porque en realidad, aunque insistan en que no, les gustaría obtener un regalo a cambio llegado el momento oportuno. Lo peor de todo este asunto es que no puedes elegir el que te regalen o no. Y he ahí el compromiso (estúpido) en el que te ves involucrado sin quererlo.

Seguid regalando cosas inútiles a la persona que más queréis en vez de gastároslo en pasar un fin de semana en algo sitio especial o en una cena romántica (algo que podáis disfrutar los dos, ¿no?). Basad vuestra relación en la cantidad y la calidad de los regalos que os den que os irá muy bien.
Ya me dará el tiempo la razón (como siempre).

Gracias por haber ocupado una porción (valiosa) de vuestro tiempo en leerme y...

¡Hasta mañana!

29 de enero de 2014

Personas como libros. O libros como personas, según se mire.

Ayer, a las cuatro y pico de la madrugada tras haberme terminado un libro, no sé por qué me vino ese pensamiento. Se materializó tan rápidamente en mi cabeza que no pude más que asentir y decir: "Joder, qué razón tienes".
Suele pasarme a veces, sin más. Pero a lo que iba.

Las personas somos como libros. Todos tenemos nuestra historia. Hay algunos más cortos que otros, unos con una portada atractiva que hace que tengas más ganas de leerlo u otros que, por el contrario, no te llaman nada la atención a la hora de leerlos pero una vez que lo haces, no te arrepientes.
No pude evitar sentir que había una gran relación entre cómo somos las personas y cómo son los libros.
Como ya he comentado, fue el último libro que me leí el que me dio ese empujoncito. Recordé, sin más, muchos de los libros que me había leído durante mi vida e irremediablemente pensé: "Este que acabas de leer sinceramente no te pareció muy interesante cuando leíste la sinopsis y a pesar de ello te lo llevaste a casa. Lo cogiste a expensas de que no te gustase. Poco te importó después. La forma en que estaba narrado te gustaba. El autor también. ¿Por qué no?" y así fue.

Nada más empezar no me atrajo mucho. Es la verdad. Pero no pude dejar de leerlo. No pude más que asumir que, por poco adictivo que fuese, no podía dejarlo a medias. Un querer y no poder. Y aunque no consiguió hipnotizarme, disfruté mientras lo leía. De hecho, tarde sólo un par de días en acabármelo, aun disponiendo de poco tiempo. ¿Por qué? Me dije. Si en realidad, no me había gustado tanto. Y entonces caí en la cuenta.
Es como si, el hecho de leer un libro, sea como conocer a una persona. Cada persona escribe su historia conforme va avanzando en lo que llamamos comúnmente «vida». Cada persona tiene una portada, más o menos atrayente. Cada persona tiene número de páginas. Cada persona aborda un tema o procesa los sucesos que va viviendo de forma diferente, tiene una forma diferente de concebir el mundo y una forma diferente de plasmarlo por escrito. A veces, más simple de entender; otras no.

Sin embargo, todos y cada uno, a pesar de todos estos requisitos, somos libros. Por supuesto, no vamos a gustarle a todo el mundo. No obstante, siempre habrá alguien que decidirá asumir la responsabilidad y las consecuencias de leerte y no ponga ningún tipo de pega. Que le guste más o menos. Pero no podrá decir que no lo ha intentado, que no se ha arriesgado ciega y voluntariamente.

Nunca se sabe cuánto te puede atrapar un libro. Escasas veces se sabe desde un principio. He ahí la gracia de leer. El hecho de descubrir una historia realmente interesante, bien narrada, con personajes logrados y tan atrayente, que asuste. El hecho de que tardes poco en leerlo síntoma, pues, de que enseguida has congeniado con él; creado un vínculo que solo vosotros entenderéis.

También habrá gente que no le gustará leer. Que se guíe solamente por la portada o por la sinopsis. Que lean los libros que todo el mundo lee o únicamente los que le recomienden. Que la sola idea de hacerlo le produzca hastío.


Ahí está la cosa: todos y cada uno de nosotros, en mayor o menos medida, somos libros. Incompletos y en constante cambio y evolución.

28 de enero de 2014

Olores.

Me gusta el olor de los pintauñas la primera vez que los abres, del quitaesmalte, de la gasolina, de los permanentes, del pegamento. 
Me gusta el olor a humedad y a lluvia; sobre todo de esa que te sorprende en el momento más inoportuno.
Me gusta el olor de las panaderías o de lugares como el Pollastre Alicantí, donde se te hace la boca agua con tan solo pasar.
Me gusta el olor de la pasta o de alguna de mis comidas preferidas nada más entrar en casa ya que mi madre siempre ha sido muy de cambiar y nunca he sabido qué comida me esperaba al llegar. Así que, volver del colegio cuando sientes que tu estómago va a explotar del hambre que tienes, no saber qué vas a tener de comer, entrar por la puerta y oler esa comida que tanto te gusta y te apetece, es lo mejor del mundo.
Me gusta el olor que tienen las personas. Sobre todo si es muy característico. Porque encontrar una persona con el mismo olor hace que mi cabeza se inunde de recuerdos. 
Me gusta que si alguna de estas personas tocan cosas mías las dejen impregnadas de ese olor suyo tan único. 

Me gusta entrar en alguna de esas casas y encontrar ese olor.
Me gusta el olor de las cosas nuevas. Libros nuevos, cualquier objeto que estás a punto de estrenar. Me gusta el olor a pintura, a chicle...
Pero, por encima de todo, el olor a fornicación. Ese olor tan característico que queda, bañando las sábanas que acaban de presenciar el acto más maravilloso que existe; que hace que se pare el mundo entero y que el universo se alinee. Esa armonía. Como si fuera una mezcla entre lo terrenal y lo divino. Y lo es. Por supuesto que lo es.

27 de enero de 2014

Nunca olvidaré.

Nunca olvidaré esa media sonrisa que era capaz de helar el alma de una sentada. 
Esa risa tan especial que mostraba esa dentadura suya tan perfecta.
Esa que no solía enseñar y verla te hacía sentir la persona más afortunada del mundo.
Esa manera de andar tan característica. Como arrastrando los pies. Con desgana. Como si estuviese cargando un gran peso bajo su espalda.
Esa manera de sacudirse el pelo tras la embestida de una ráfaga de viento, la cual hacía que se despeinase y sintiese la necesidad de colocárselo como siempre. Siempre de la misma forma. Como si no pudiese seguir siendo sin que todo estuviese como al principio.
Esa forma de apartarse las pequeñas greñas del pelo que le caían por la cara con ese movimiento tan felino.
Esas rarezas que pocas personas entendían.
Esa forma de destacar solo para las personas que no buscaban la normalidad.
Esa forma de atraer e hipnotizar con tan solo unas palabras. Palabras salidas de una cabeza que interesaba por la cantidad de contenido que debía haber.
Esa manera de mirarte tan fijamente, sintiendo cómo atravesaba tu alma, te examinaba las vísceras y salía. E incluso antes de que acabase, ya tenías que desviar la mirada hacia otra parte si no querías salir perjudicada.
Lo gratificante que era ver cómo la gente te agradecía que lo viesen más simpático, más dicharachero. Con sangre en las venas. 
Una de las mejores sensaciones, sin duda. Esa sensación de sacarle a los demás lo mejor que tienen dentro.
Y aún así, que él te hiciese sentir la persona más estúpida del mundo.
Y, a pesar de todo, sonreírle. Como una tonta. Pensando que, quizás y solo quizás, en un universo paralelo él fuese el que sonriese con cara de idiota y yo solamente le mirase.

16 de enero de 2014

Hablemos de todo menos del tiempo, que se escurre entre los dedos.

Pensé en la infinidad de cosas que había perdido en el curso de mi vida. Pensé en el tiempo perdido, en las personas que habían muerto, en las que me habían abandonado, en los sentimientos que jamás volverían.

El tiempo fue alargándose paulatinamente, igual que las sombras en el crepúsculo.


Un poco de pasado, por favor. Digo de cerveza.

El pasado traía, únicamente, el dolor del recuerdo.
Cada palabra recordada era como un cuchillo en la carne; una vieja herida que se abría otra vez.
Debía aceptar el presente, tal como era, olvidando todo el pasado.
Pero solo la bebida lograba, a veces, borrar aquella tristeza enervante.

El tiempo lo cura todo. O eso decían.

Tenía la idea de que al poner nombre a los problemas, éstos se materializan y ya no es posible ignorarlos; en cambio, si se mantienen en el limbo de las palabras no dichas, pueden desaparecer solos, con el transcurso del tiempo.