21 de mayo de 2013

¿Tenemos derecho a mentir?

AVISO: este es un trabajo que realicé para la Olimpiada de Filosofía de este año. Aunque no resultó ganador, ni se envió ni nada, estoy bastante orgullosa de ello y desde que la escribí, tenía ganas de ponerlo. Espero que os guste y que os haga reflexionar, sobretodo.



Para empezar, creo que es necesario aclarar unos cuantos conceptos y partir, previamente, de algunas preguntas tales como: ¿qué es mentir? ¿Es ético y moral hacerlo? ¿Hay una clasificación para ello? ¿Realmente se es consciente y debe ser castigado o mal visto o por el contrario es inconsciente, externo a nosotros, predeterminado genéticamente? ¿Dónde está el límite (si es que lo hay)? ¿Debemos actuar por nuestro beneficio o tenemos que actuar solitariamente, pensando sólo en nosotros mismos? ¿Realidad o ficción? ¿Mentira piadosa o verdad dolorosa? Hay muchas preguntas al respecto de este tema, que no siempre han tenido una respuesta universal que sirviera como modelo a seguir. Para realizar este ensayo, pues, baso mis argumentos en definiciones y en la propia experiencia propia afirmando que no tenemos derecho a mentir.

La mentira. El hecho de mentir nos ha acompañado a lo largo de toda nuestra historia. Pero, ¿qué es una mentira? Una mentira es una declaración o afirmación realizada por alguien, que la expone a los demás sabiendo que es totalmente falsa (o en parte) esperando que los oyentes le crean, ocultando siempre la verdad de forma parcial o total. Por esta definición podríamos concluir que la persona mentirosa previamente tiene que tener conocimiento de dicha verdad y, consecuentemente a esto, libremente elige optar por ocultarla y engañar o manipular a las personas que se encuentran a su alrededor escuchándola. Como bien nos decía Descartes, hay que dudar de todo para, a partir de la nada, construir la verdadera realidad. Porque, ¿cómo saber si nos están mintiendo? ¿Cómo saber si en realidad, toda nuestra vida no ha estado basada en una gran mentira, movida por alguien cercano a nosotros? Es difícil responder a esas preguntas ya que, por cariño o afecto, confiamos en muchas personas, sin darnos cuenta de que son en realidad ésas, las que más pueden jugar con nosotros. Llegado a este punto, tenemos que plantearnos, qué es lo real, cuál es la verdad que se esconde tras el bombardeo de palabras que recibimos a lo largo del día (o por lo menos intentarlo), cómo las hemos adquirido tan íntimamente a nuestra forma de ser y clasificarlas por orden de gravedad.


Si echamos la vista atrás, podremos descubrir como, a lo largo de nuestra larga o corta existencia hemos estado rodeados de mentiras. De hecho, hay a veces que es hasta natural y sin ningún tipo de maldad. Por poner un ejemplo, las madres. Las madres pueden llegar a autoconvencerse de cualquier idea, sea verdad o mentira, y convertirla en una realidad en su persona. Como por ejemplo, que su hijo es el más guapo y maravilloso del mundo, pregonarlo a los cuatro vientos y por consiguiente, hacérnoslo creer a nosotros que nos hallamos observando el mundo, analizando gestos e intentado entender todo a la perfección. Desde bien pequeñitos nos mienten para que hagamos lo correcto, para que nos comamos ese plato que tanto odiamos aludiendo al argumento: ‘Come, que seguro que te gusta’. Y así es como, poco a poco, hemos ido asimilando ese método de mentir piadosamente para conseguir un propósito. Por esa razón, en definitiva, el hecho de mentir se ha ido aprendiendo a lo largo de nuestra vida, algunas veces castigado y otras veces no. Y así es como, poco a poco nos hemos ido forjando una personalidad en la que está implícita la mentira, muchas veces como método de huida, salvación o engaño.

Por esto, debemos hacer una distinción entre todos los tipos de mentiras que existen. San Agustín distinguía ocho tipos de mentiras: las mentiras en la enseñanza religiosa; las mentiras que hacen daño y no ayudan a nadie; las que hacen daño y sí ayudan a alguien; las mentiras que surgen por el mero placer de mentir; las mentiras dichas para complacer a los demás en un discurso; las mentiras que no hacen daño y ayudan a alguien; las mentiras que no hacen daño y pueden salvar la vida de alguien, y las mentiras que no hacen daño y protegen la "pureza" de alguien. En teoría, ese tipo de "mentirijillas" que no hacen daño a alguien no deberían de estar mal del todo ya que como Sócrates estipulaba (y poco después Platón) nadie obra mal a sabiendas. Realmente, podríamos considerar que quién obra injustamente, es porque realmente no ha conocido la justicia por lo que es inevitable actuar de tal manera. Si traspasamos este ejemplo al hecho de mentir, posiblemente, el mentiroso sería el que no ha conocido la verdad, por lo que no actúa conforme a ella. Tan sólo aquellos que la conocieran, deberían obrar atendiendo a ella. Pero la realidad no es así. Tampoco los que realmente conocen la verdad, la aplican en todos los ámbitos de su vida. Entonces cabría preguntarnos, ¿es algo inherente, inapelable en el ser humano?.

Por seguir al pie de la letra este razonamiento, sería lo más lógico. Todo el mundo miente, por lo que el hecho de mentir está en el ambiente. Es la orden del día. Ya la Biblia indicaba que A mayor sabiduría, mayor dolor. Los mayores totalitarismos del siglo XX proporcionaron ejemplos extremos de cómo una sociedad perfecta ha de ser necesariamente manipulada para mantener la mentira como verdad(1984, de George Orwell, 1948), o para convertir los propios cuerpos y las mentes en máquinas dóciles (Un mundo feliz, de Aldous Huxley, 1932). Es imposible que desaparezca del ámbito político, diplomático y periodístico. Pero aquí entra el verdadero dilema de todo. ¿Es por todas estas razones, un derecho el mentir?


La palabra derecho deriva de la voz latina directum, que significa "lo que está conforme a la regla, a la ley, a la norma". Pero, si no hay una norma establecida ni una regla la cual seguir, ¿dónde están los límites de lo que es correcto y lo que no?, ¿de quién depende, de nosotros mismos o de la sociedad en la que nos toca vivir? Si lo pensamos detenidamente, casi todas las normas, leyes o derechos que rigen nuestra sociedad actual, dependen de nuestro entorno, de dónde nos hayamos criado. Mientras que en nuestro país está prohibido exhibirse desnudo públicamente por las calles, en otros lugares como en las tribus africanas, ese hecho sería de lo más natural del mundo. Eso nos hace plantearnos, si es verdaderamente justo y “bueno” lo que nosotros consideramos como tal.
Como bien nos decía la definición de "derecho", el mentir no está estipulado en ninguna ley ni norma por lo que no se puede considerar un derecho hacerlo. Somos libres de actuar y eso implica ser responsables, coherentes y en ocasiones decidir conforme a un consenso establecido por todos. Por lo que ahí viene el que, cada uno actúe conforme a la educación y a las creencias que le han venido dadas. Porque nuestras experiencias nos marcan para toda la vida y si no se nos ha enseñado bien que es lo que está bien y lo que está mal, haremos daño a las personas que más queremos.


No es que esté justificando que mentir esté bien, pero, siempre es mejor una mentira que sirve para ayudar a un ser querido en una determinada situación social o sentimental que una mentira que sirva para manipular o, en el peor de los casos, dañar a alguien a propósito. Porque cuando mentimos, somos totalmente conscientes de ello y quizás ese sea lo peor de todo. Porque casi siempre lo hacemos con un propósito determinado y muchas veces nos cegamos y hacemos lo que sea para conseguir esa meta. Porque no siempre el fin justifica los medios, y pensar en cómo se sentirán los demás no está de más. Tarde o temprano, las verdades salen a la luz y por más que intentes esconderla, no puedes.

Así que, para concluir podríamos afirmar que la mentira es algo que no se puede controlar, reformar o prohibir, pero no por eso debería de ser un derecho ni que estuviera bien visto hacerlo. Quizás sólo en algunas ocasiones. O quizás no.

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