28 de enero de 2014

Olores.

Me gusta el olor de los pintauñas la primera vez que los abres, del quitaesmalte, de la gasolina, de los permanentes, del pegamento. 
Me gusta el olor a humedad y a lluvia; sobre todo de esa que te sorprende en el momento más inoportuno.
Me gusta el olor de las panaderías o de lugares como el Pollastre Alicantí, donde se te hace la boca agua con tan solo pasar.
Me gusta el olor de la pasta o de alguna de mis comidas preferidas nada más entrar en casa ya que mi madre siempre ha sido muy de cambiar y nunca he sabido qué comida me esperaba al llegar. Así que, volver del colegio cuando sientes que tu estómago va a explotar del hambre que tienes, no saber qué vas a tener de comer, entrar por la puerta y oler esa comida que tanto te gusta y te apetece, es lo mejor del mundo.
Me gusta el olor que tienen las personas. Sobre todo si es muy característico. Porque encontrar una persona con el mismo olor hace que mi cabeza se inunde de recuerdos. 
Me gusta que si alguna de estas personas tocan cosas mías las dejen impregnadas de ese olor suyo tan único. 

Me gusta entrar en alguna de esas casas y encontrar ese olor.
Me gusta el olor de las cosas nuevas. Libros nuevos, cualquier objeto que estás a punto de estrenar. Me gusta el olor a pintura, a chicle...
Pero, por encima de todo, el olor a fornicación. Ese olor tan característico que queda, bañando las sábanas que acaban de presenciar el acto más maravilloso que existe; que hace que se pare el mundo entero y que el universo se alinee. Esa armonía. Como si fuera una mezcla entre lo terrenal y lo divino. Y lo es. Por supuesto que lo es.

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