22 de noviembre de 2012


—Disculpe, señorita.
—¿Sí?
—Normalmente nunca abordaría así a una mujer, pero no he podido evitar fijarme en que
tiene usted los ojos de una dama de la que una vez estuve locamente enamorado.
—Es una pena amar solo una vez —dijo ella, y su sonrisa traviesa dejó entrever sus blancos dientes—. He oído decir que hay hombres que consiguen amar dos veces, e incluso más.
—Yo solo he delirado una vez. Nunca volveré a enamorarme.
—¡Pobre hombre! Esa mujer debió de hacerle mucho daño.
—Cierto, me hirió de varias maneras.
—Pero eso tan solo era de esperar. ¿Cómo no iba a amar una mujer a un hombre tan apuesto como usted?
—No lo sé. Pero creo que no me amaba, porque me atrapó con una
sonrisa adorable y luego desapareció sin decir palabra. Como el rocío bajo la débil luz del
amanecer.
—Como un sueño al despertar.
—Como una doncella feérica deslizándose entre los árboles.
—Esa mujer debía de ser verdaderamente maravillosa para enamorarlo tanto —dijo
entonces mirándome con seriedad.
—Era incomparable.
—¡Bueno! —Adoptó un tono más jovial—. Todos sabemos que a oscuras todas las mujeres son igual de altas.
—Eso no es cierto.
—Está bien —dijo ella lentamente—. Supongo que tendré que creer lo que me dice. —Volvió a mirarme—. Quizá algún día logre convencerme.
Me sumergí en el castaño profundo de sus ojos.
—Esa ha sido siempre mi gran esperanza.
—Mantenla. Porque sin esperanza, ¿qué nos queda?


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