—Disculpe,
señorita.
—¿Sí?
—Normalmente
nunca abordaría así a una mujer, pero no he podido evitar fijarme en que
tiene
usted los ojos de una dama de la que una vez estuve locamente enamorado.
—Es
una pena amar solo una vez —dijo ella, y su sonrisa traviesa dejó entrever sus
blancos dientes—. He oído decir que hay hombres que consiguen amar dos veces, e
incluso más.
—Yo
solo he delirado una vez. Nunca volveré a enamorarme.
—¡Pobre
hombre! Esa mujer debió de hacerle mucho daño.
—Cierto,
me hirió de varias maneras.
—Pero
eso tan solo era de esperar. ¿Cómo no iba a amar una mujer a un hombre tan
apuesto como usted?
—No
lo sé. Pero creo que no me amaba, porque me atrapó con una
sonrisa
adorable y luego desapareció sin decir palabra. Como el rocío bajo la débil luz
del
amanecer.
—Como
un sueño al despertar.
—Como
una doncella feérica deslizándose entre los árboles.
—Esa
mujer debía de ser verdaderamente maravillosa para enamorarlo tanto —dijo
entonces
mirándome con seriedad.
—Era
incomparable.
—¡Bueno!
—Adoptó un tono más jovial—. Todos sabemos que a oscuras todas las mujeres son
igual de altas.
—Eso
no es cierto.
—Está
bien —dijo ella lentamente—. Supongo que tendré que creer lo que me dice.
—Volvió a mirarme—. Quizá algún día logre convencerme.
Me
sumergí en el castaño profundo de sus ojos.
—Esa
ha sido siempre mi gran esperanza.
—Mantenla.
Porque sin esperanza, ¿qué nos queda?
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