«¿Qué puede esperarse de un hombre? Cólmelo
usted de todos los bienes de la tierra, sumérjalo en la felicidad hasta el
cuello, hasta encima de su cabeza, de forma que a la superficie de su
dicha, como en el nivel del agua, suban las burbujas, déle unos ingresos
que no tenga más que dormir, ingerir pasteles y mirar por la permanencia
de la especie humana; a pesar de todo, este mismo hombre de puro desagradecido,
por simple descaro, le jugará a usted en el acto una mala pasada. A lo mejor
comprometerá los mismos pasteles y llegará a desear que le sobrevenga el mal
más disparatado, la estupidez más antieconómica, sólo para poner a esta
situación totalmente razonable su propio elemento fantástico de mal
agüero. Justamente, sus ideas fantásticas,su estupidez trivial, es lo que
querrá conservar...»
Estas palabras proceden de la pluma de un hombre, que Friedrich
Nietzsche consideraba el mayor psicólogo de todos los tiempos:
Feodor Mijailovich Dostoievski. En realidad dicen, bien que en un
tono más elocuente, lo que la sabiduría popular lleva expresando hace tiempo: nada es más
difícil de soportar que la continuidad de los días felices.
Ya es hora de acabar con los milenarios cuentos de viejas que
presentan la felicidad, la dicha, la buena fortuna como objetivos
apetecibles. Demasiado
tiempo se ha tratado de convencernos -y
lo hemos creído de buena fe- de
que la búsqueda de la felicidad nos deparará felicidad.
Lo gracioso del caso es que el concepto de felicidad ni siquiera
puede definirse. [...] En realidad, no deberíamos sorprendernos de ello. «¿En
qué consiste la felicidad?».
[...] No nos hagamos ilusiones: ¿qué seríamos o dónde estaríamos
sin nuestro infortunio? Lo necesitamos a
rabiar, en el sentido más propio de esta palabra.
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